Jesús, llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia. Estos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo, el publicano; Santiago el Alfeo, y Tadeo; Simón el Celote, y Judas Iscariote, el que lo entregó.
A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones: «No vayáis a tierra de gentiles, ni entréis en las ciudades de Samaría, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca».
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Sed buenos: buenos en vuestro rostro, que deberá ser distendido, sereno y sonriente; buenos en vuestra mirada, una mirada que primero sorprende y luego atrae.
Sed buenos en vuestra forma de escuchar: de este modo experimentaréis, una y otra vez, la paciencia, el amor, la atención y la aceptación de eventuales llamadas.
Sed buenos en vuestras manos: manos que dan, que ayudan, que enjugan las lágrimas, que estrechan la mano del pobre y del enfermo para infundir valor, que abrazan al adversario y le inducen al acuerdo, que escriben una hermosa carta a quien sufre, sobre todo si sufre por nuestra culpa; manos que saben pedir con humildad para uno mismo y para quienes lo necesitan, que saben servir a los enfermos, que saben hacer los trabajos más humildes.
Sed buenos en el hablar y en el juzgar: sed buenos, si sois jóvenes, con los ancianos; y, si sois ancianos, sed buenos con los jóvenes.
Sed contemplativos en la acción: mirando a Jesús –para ser imagen de Él– sed, en este mundo y en esta Iglesia, contemplativos en la acción; transformad vuestra actividad ministerial en un medio de unión con Dios.
Sed santos: el santo encuentra mil formas, aun revolucionarias, para llegar a tiempo allá donde la necesidad es urgente. El santo es audaz, ingenioso y moderno; el santo no espera a que vengan de lo alto las disposiciones y las innovaciones; el santo supera los obstáculos y, si es necesario, quema las viejas estructuras superándolas… Pero siempre con el amor de Dios y en la absoluta fidelidad a la Iglesia a la que servimos humildemente porque la amamos apasionadamente.
(Pedro Arrupe, en un retiro a sacerdotes en Cagliari, 11 de marzo de 1976)